Se trata de una discusión tan vieja como el inicio —ambiguo— de esta Era de Acuario. Terapeutas alternativos, complementarios y holísticos, parapsicólogos, orientadores y facilitadores en técnicas y recursos para el despertar espiritual, la autorrealización y la autoayuda, ¿debemos cobrar o no por los servicios que ofrecemos?
Quien avisa no es traidor: yo vivo de estas actividades, gracias a estas actividades y (lo más importante) para estas actividades. De donde deviene una observación no menor: ello me permite ser un “profesional a tiempo completo”. Poder vender mis libros, arancelar mis cursos y consultas no sólo se ha transformado con el correr del tiempo en un digno modus vivendi: me ha permitido optimizar lo que hago y lo que brindo.
Simplemente, sostengo que si tuviera que manumitir mis necesidades con cualquier otro trabajo, tan respetable como éste, el mismo (éste, no aquél) quedaría circunscrito a la categoría de un deseado pero no siempre bien atendido hobby y, por carácter transitivo, mi formación, la investigación, la experimentación (raíces sobre las cuales se construye una correcta devolución al prójimo) se verían cuando menos severamente limitados. Claro que alguno (de esos que duermen la siesta enroscados en la pata de la cama) podría sostener que soy yo quien etiqueta mis quehaceres como “dignos” y “respetables” pero, para otras opiniones, podrían no tener nada de ello. Simplemente me encojo de hombros y si, “por sus obras los conoceréis”, aduzco que sean los receptores de mis esfuerzos los que juzguen. Y éste no es un mero argumento ponciopilateano: la discusión ética debe enfocarse en si el público recibe lo que espera, y si uno, el profesional alternativo, cumple con justeza lo que promete. Si estos segmentos de la ecuación se cumplen, se cumple el contrato social estipulado entre las partes, ambas entonces satisfechas, y no sólo es legal: es también moral.
Queda claro que hay miles de apasionados en estas disciplinas que no pueden, aún, dedicarse de manera absoluta a estas actividades. En unos casos, porque lo ven incorrecto (volveré sobre ellos enseguida), en otros, porque encuentran dificultades para instrumentarlo. Pocos conocimientos para hacer marketing de sí mismos, dificultad para insertarse en el medio social donde se desenvuelven, incomprensión de allegados, familiares o amigos. Son razones atendibles y, en todo caso, modificables.
Pero también se presenta otro argumento en contra. Y es aquel que sostiene que si estos conocimientos llegan de... (y aquí un largo número de sustantivos al gusto de cada uno: Dios, el Universo, los Registros Akhásicos...) esa es razón más que suficiente para no arancelarlos. Con todo respeto, digo, pierden de vista que, si bien es cierto que muchos de esos conocimientos nacen en ámbitos espirituales, se materializan en sus vidas a través de aprendizajes que insumen tiempo, dinero, inversión en materiales, en ocasiones viajes y gastos colaterales... Pero también, porque ustedes, nosotros, nos desenvolvemos en este plano cuatridimensional donde, a la par de considerar, evaluar y sopesar todo tipo de energías con las que interactuamos, no podemos evitar uno de los vectores del sistema: el dinero. Otra energía, a fin de cuentas, que no es un fin en sí misma sino un medio para. Feliz de aquél, de aquella, que tiene su vida material resuelta y puede elegir no cobrar porque su supervivencia de todos los días está asegurada. Los otros (nosotros) pobres obreros del Cambio y aún incrustados en el Sistema, necesitamos manejar esa energía tanto como otras.
Además, lo que no duele, no sirve, solía decir en un castellano macarrónico mi primer sensei de Karate. Y el “ponja” (japonés, con todo respeto) tenía razón: a pocos les duele algo tanto como cuando tienen que llevar su mano al bolsillo. Entonces asistimos a una riada de gente muy evolucionada y ascendida que llega al extremo, casi, de “exigirnos” dar lo poco que sabemos o podemos en las condiciones, claro, que ellos dispongan.
El problema no es cobrar. El problema es cobrar desmedidamente. El problema es elitizar el conocimiento. Resúltame risible recibir de vez en cuando algún mail (aunque no lo puedan creer) de algunas personas que literalmente demandan que dé todo gratis, y al cabo de unos meses encontrarme con algunas de esas personas asistiendo a talleres de ciertos instructores y “maestros” tasados en cientos de dólares. Pero, claro, se trata de instructores y “maestros” siempre extranjeros y, en lo posible, angloparlantes. Una vuelta de tuerca al cholulismo seudo espiritualista. O planteémoslo de otra forma: si lo nuestro debe ser una obligatoria actitud de “servicio”, los destinatarios estarán, obvio, destinados kármicamente a ser “serviciales” con nosotros. Algunos dirán que está bien, pero que o esa correspondencia debe ser voluntaria, o debe ser en “especies”, ya saben, algunas herramientas circunstanciales: alimentos, vestimenta, viáticos, conseguirle al gurú de turno donde alojarse... Ahora bien, si consideramos esta segunda alternativa, yo, que conozco perfectamente mis necesidades, bien puedo establecer un “patrón de trueque” y entonces, ¿cuál es el problema en que ese “patrón de trueque” sea una suma dada de dinero? Y si se trata de la primera opción, todos —todos— sabemos cuánta gente mezquina hay que, vanagloriándose de su actitud pro espiritualista, boyan por la vida con los egoísmos de toda la vida.
¿Saben? Hace años hice la experiencia. Dediqué varios meses a brindar mi asistencia, información y orientación sin costo fijo, librado a la buena voluntad de los demás. A la vuelta de esos meses, los resultados daban vergüenza ajena, con el agravante de ser los que menos colaboraran quienes más importunaban. Así que regresé al tarifario. Aranceles de cursos y de atención personalizada previamente estipulados. Al que le parecía bien, ya. Y al que no, ¿por qué insistir conmigo, teniendo tantas opciones por ahí? Y sin embargo, ahí, precisamente ahí, era donde aparecían algunos obstinados que casi pataleando como niños malcriados me enrostraban eso de “¡No, yo quiero que usted me enseñe —o atienda — gratis!”. Ríanse. Me pasó más de una vez.
Pero si vamos al caso, mucho más hipócrita es la actitud de algunos “colegas” que exigen “donaciones amorosas” a precio fijo. Si una donación es tal, y encima es “amorosa”, no puede tarifarse. Sean sinceros y digamos, al unísono, la palabra tan temida: precio.
Claro es que hay gente que por su difícil situación personal no puede pagar. Por eso creo en la importancia de saber ajustar las cosas, de manera tal que sea funcional a las necesidades del que da, pero accesible aún a costa de quizás algún esfuerzo, del que recibe. Ustedes ya lo saben, yo mismo dicto varios cursos gratuitamente, como una forma de ser solidario con el conocimiento y poner al alcance de mucha gente lo que quizás no podrían obtener de otra manera. Pero de allí a concluir que uno (yo) tiene la obligación de dar todo gratis, eso orilla la falta de respeto. Porque revela la secuencia (i)lógica de su pensamiento: “si es del Universo —entonces— debe estar a disposición de todos —ergo— este tipo debe dármelo porque viene del Universo”.
¿Ah, sí?. Pues para quien piense así permítanme presentar otra cadena de razonamientos: “Si es del Universo —entonces— debe estar a disposición de todos —ergo— andá a buscártelo vos”.
Porque se habría olvidado un eslabón fundamental: el mensajero. Si a quien defienda esa postura le resulta imposible —o cuando menos difícil— obtener ese conocimiento “universal” por sí mismo, ¿no debería preguntarse qué circunstancias, por qué razones, uno (yo, o cualquiera) lo hemos alcanzado y él/ella no?
Quizás no valga la pena insistir. Quizás, y después de todo, como dijeran los profetas de Les Luthiers:
“Time, is money” ... El Tiempo, es un maní.
Gustavo Fernández
Al Filo de la Realidad